martes, 1 de septiembre de 2015

La mirada fija. Cuento

LA MIRADA FIJA

...clavada sobre la nuca de la persona que va delante. No poder desviarla de ella. No querer. Sentir una fuerza absurda que impide siquiera parpadear. La mirada taladrando la nuca de este tipo elegido al azar, al que ya odio. Nuestro caminar se acompasa, se establece un ritmo, se desarrolla una coreografía que mantiene la distancia constante, con una sincronización perfecta. El tipo se lleva la mano a la nuca, se la frota y se despeina el pelo engominado, por imbécil. Los ojos me pican, pero mantengo inalterable mi mirada sobre su nuca. Me concentro en ella, sólo existe ese punto, prolongación de mis ojos. Pierdo la noción del tiempo y del espacio, soy una aguja imantada que no puede desviarse de ese punto. Me ensaño con él, que se joda. Quiero hacerle daño, pincharle, siento que necesito hacerle daño, pincharle. Odio a este tipo, que muestra indicios de nerviosismo, odio su nuca. Vuelve a masajeársela. Gira la cabeza a los lados, pero sé que no busca nada, simplemente hace algo que entretiene su atención fuera de la nuca. No le veo la cara, el perfil, porque sólo existe el punto clave entre el cuello y la cabeza que me atrae como un abismo horizontal, un túnel diáfano. Se me cansan los ojos, me lloran, pero siguen clavados a la nuca del tipo, que avanza nervioso por las calles apenas transitables a estas horas; son dos misiles que juegan con el objetivo. Se para. Me paro. Cruza. Cruzo. Gira. Giro. Entramos en un café. Busca una mesa libre y se sienta. Casi pierdo de vista su nuca, pero consigo un sitio en la barra desde el cual la puedo controlar, seguir apuñalando. Pide una cerveza. Yo, sin mirar al camarero, otra. La mesa que hay delante de mí, detrás de la suya, queda libre y me siento. Bebemos. Se mira el reloj, se toca la nuca. Llega una mujer, que se sienta frente a él, frente a mí. Hablan. Pasado un rato, noto cómo la mirada de ella se fija en mí, pero no hago caso, no puedo. Le dice algo al tipo que odio y, entonces sí, estoy perdido, porque se gira con rapidez y quedamos frente a frente. No me jodas.

II
Hacía un día soleado y decidí ir caminando hasta el café. Siempre que puedo, prefiero ir caminando a los sitios. Es una manera de estar al día, la vista se recrea y se contribuye a aumentar el escaso nivel de elegancia peatonal. Todo iba bien, hasta que comenzó el dolor. Al principio era una ligera molestia en la nuca. Después, no sé cuánto tiempo después, se transformó en una especie de punzada, un alfiler clavado en la base del cráneo que me hacía llevar de vez en cuando la mano hasta ella para frotarla e intentar aliviar el dolor. El consuelo duraba unos instantes, después la punzada volvía. Me dio rabia despeinarme y eso contribuyó a ponerme más nervioso. Aceleré el ritmo de mis pasos, para llegar cuanto antes al café donde había quedado. Me sorprendí en varías ocasiones mirando a un lado y a otro, me molesté conmigo mismo por descuidar mi imagen serena y circunspecta. Me estaba enfadando, porque de mi cuerpo surgían tics que nunca antes había tenido. Me paraba de golpe, intentaba serenarme y reanudaba la marcha, pero la punzada en la nuca era cada vez más pertinaz. No debía perder las formas, la elegancia en el porte que me caracterizaba, pero me resultaba muy difícil mantener la compostura. Y para colmo me sudaban las manos. Por qué. Llegué al café un poco antes de la hora, me senté en una mesa y pedí una cerveza. Miré la hora en mi reloj de oro, me froté la nuca. Al poco rato llegó ella, elegante y puntual, como siempre. Nos piropeamos mutuamente, pero me molestó que aludiera al desorden de mi pelo detrás de las orejas. Le estaba contando mientras trataba de peinármelo con la palma de la mano, cuando ella me alertó sobre el hombre que tenía detrás de mí, un tipo extraño que no me quitaba los ojos de encima. De muy mal humor, di media vuelta y lo miré. Yo estaba dispuesto a cualquier cosa, pero al verlo me quedé perplejo. Y aliviado. Era Santi, un pobre diablo sin ningún respeto por las formas, a quien conocí en la facultad. Cielo santo, tantos años sin vernos y coincidir en aquel café, qué curioso. No me alegré por verlo, no era de los hombres con quienes querría compartir una parte importante de mi tiempo; me alegré porque en cuanto lo vi la punzada en la nuca desapareció.


Relato publicado en la última actualización de El Globo Sonda, a la que puedes acceder pinchando aquí.



No hay comentarios: