LA MIRADA FIJA
I
...clavada sobre
la nuca de la persona que va delante. No poder desviarla de ella. No querer.
Sentir una fuerza absurda que impide siquiera parpadear. La mirada taladrando
la nuca de este tipo elegido al azar, al que ya odio. Nuestro caminar se
acompasa, se establece un ritmo, se desarrolla una coreografía que mantiene la
distancia constante, con una sincronización perfecta. El tipo se lleva la mano
a la nuca, se la frota y se despeina el pelo engominado, por imbécil. Los ojos
me pican, pero mantengo inalterable mi mirada sobre su nuca. Me concentro en
ella, sólo existe ese punto, prolongación de mis ojos. Pierdo la noción del
tiempo y del espacio, soy una aguja imantada que no puede desviarse de ese
punto. Me ensaño con él, que se joda. Quiero hacerle daño, pincharle, siento
que necesito hacerle daño, pincharle. Odio a este tipo, que muestra indicios de
nerviosismo, odio su nuca. Vuelve a masajeársela. Gira la cabeza a los lados,
pero sé que no busca nada, simplemente hace algo que entretiene su atención
fuera de la nuca. No
le veo la cara, el perfil, porque sólo existe el punto clave entre el cuello y
la cabeza que me atrae como un abismo horizontal, un túnel diáfano. Se me
cansan los ojos, me lloran, pero siguen clavados a la nuca del tipo, que avanza
nervioso por las calles apenas transitables a estas horas; son dos misiles que
juegan con el objetivo. Se para. Me paro. Cruza. Cruzo. Gira. Giro. Entramos en
un café. Busca una mesa libre y se sienta. Casi pierdo de vista su nuca, pero
consigo un sitio en la barra desde el cual la puedo controlar, seguir
apuñalando. Pide una cerveza. Yo, sin mirar al camarero, otra. La mesa que hay
delante de mí, detrás de la suya, queda libre y me siento. Bebemos. Se mira el
reloj, se toca la nuca.
Llega una mujer, que se sienta frente a él, frente a mí.
Hablan. Pasado un rato, noto cómo la mirada de ella se fija en mí, pero no hago
caso, no puedo. Le dice algo al tipo que odio y, entonces sí, estoy perdido,
porque se gira con rapidez y quedamos frente a frente. No me jodas.
II
Hacía un día
soleado y decidí ir caminando hasta el café. Siempre que puedo, prefiero ir
caminando a los sitios. Es una manera de estar al día, la vista se recrea y se
contribuye a aumentar el escaso nivel de elegancia peatonal. Todo iba bien,
hasta que comenzó el dolor. Al principio era una ligera molestia en la nuca. Después , no sé
cuánto tiempo después, se transformó en una especie de punzada, un alfiler
clavado en la base del cráneo que me hacía llevar de vez en cuando la mano
hasta ella para frotarla e intentar aliviar el dolor. El consuelo duraba unos
instantes, después la punzada volvía. Me dio rabia despeinarme y eso contribuyó
a ponerme más nervioso. Aceleré el ritmo de mis pasos, para llegar cuanto antes
al café donde había quedado. Me sorprendí en varías ocasiones mirando a un lado
y a otro, me molesté conmigo mismo por descuidar mi imagen serena y
circunspecta. Me estaba enfadando, porque de mi cuerpo surgían tics que nunca
antes había tenido. Me paraba de golpe, intentaba serenarme y reanudaba la
marcha, pero la punzada en la nuca era cada vez más pertinaz. No debía perder
las formas, la elegancia en el porte que me caracterizaba, pero me resultaba
muy difícil mantener la
compostura. Y para colmo me sudaban las manos. Por qué.
Llegué al café un poco antes de la hora, me senté en una mesa y pedí una
cerveza. Miré la hora en mi reloj de oro, me froté la nuca. Al poco rato llegó
ella, elegante y puntual, como siempre. Nos piropeamos mutuamente, pero me
molestó que aludiera al desorden de mi pelo detrás de las orejas. Le estaba
contando mientras trataba de peinármelo con la palma de la mano, cuando ella me
alertó sobre el hombre que tenía detrás de mí, un tipo extraño que no me
quitaba los ojos de encima. De muy mal humor, di media vuelta y lo miré. Yo
estaba dispuesto a cualquier cosa, pero al verlo me quedé perplejo. Y aliviado.
Era Santi, un pobre diablo sin ningún respeto por las formas, a quien conocí en
la facultad. Cielo
santo, tantos años sin vernos y coincidir en aquel café, qué curioso. No me
alegré por verlo, no era de los hombres con quienes querría compartir una parte
importante de mi tiempo; me alegré porque en cuanto lo vi la punzada en la nuca
desapareció.
Relato publicado en la última actualización de El Globo Sonda, a la que puedes acceder pinchando aquí.
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