Morí hace setenta años en un pueblecito de la
provincia de Cuenca. Fue un miércoles de enero por la noche, en medio de una
gran nevada que aisló el pueblo durante más de quince días. Lo aisló todavía
más, pues de hecho ya era un pueblo bastante aislado del resto del mundo. Morí
naturalmente y aunque, como es lógico, yo no me acuerdo, quienes estuvieron
presentes dicen que fue una muerte rápida e indolora; una muerte deseable para
cualquiera...
Aun siendo un pueblo pequeño, estaba dotado con los
servicios necesarios para hacer de la mía una muerte bien asistida y, gracias a
eso, mi paso a la condición de difunto parece que fue satisfactoria en todos
los sentidos.
Mis primeros años como finado fueron tranquilos y,
dentro de lo que cabe, normales. No tuve grandes tropiezos ni percances
reseñables; mi estado de salud postmortem se fue consolidando paulatina
e incesantemente, de modo que me establecí como un muerto verdaderamente
ejemplar. Lo único que se me podía reprochar era mi condición de muerto
tranquilo, excesivamente tranquilo, tanto que las emociones fuertes y las
situaciones arriesgadas huían de mí como de la peste, en busca de individuos
más activos que yo, cosa que, por otro lado, no resultaba nada difícil de
conseguir.
Yo, hay que admitirlo, era un difunto de muerte
tranquila, amante de la rutina y de la contemplación. Era ,
como suele decirse, un solitario (prefiero esta expresión a esa otra que
también se me atribuía: aburrido), y prefería los paseos a los juegos, la
meditación a las charlas, los atardeceres otoñales al bullicio veraniego... Era
un difunto entregado al deleite del lento discurrir de cada minuto.
Así pasé muchos años, media muerte, y así habría
pasado la otra media de no haber aparecido ella.
Ella... ¡Ay!, ella.
No hay sentimiento más desconcertante en la muerte
que el amor. De todos los sufridos es el único capaz de alterar la personalidad
hasta el extremo de hacernos perder el control sobre ella. Es el único
sentimiento para el cual es inútil prepararse. Los caminos del amor sí que son
inescrutables...
Fue una tarde de octubre. El cementerio estaba
alfombrado de retazos rojos, amarillos y marrones, y el mármol de las lápidas
resplandecía salpicando esa alfombra con su luz. En el cielo, el gris de las
nubes se teñía de malva y destacaba violentamente sobre el fondo añil. Sólo el
otoño tiene estas cosas... bueno, la primavera también, pero ya apenas hay
primavera.
Ante ese atardecer, yo estaba sentado en un banco
del paseo principal, entretenido con el paulatino avance de la noche, cuando
una leve brisa procedente de la sección de los mausoleos me hizo girar la cabeza. Entonces
la vi. Avanzaba lenta pero continuamente, como el minutero de un reloj; más que
andar parecía flotar a ras de suelo, como empujada por la misma brisa que
arremolinaba las hojas caídas. Pálida, luminosamente pálida, llegó hasta donde
yo estaba y, sin mediar palabra, me tendió su mano. Era una mano de marfil, una
suave y fría mano que yo, sin dudar un instante, tomé.
En ese preciso momento mi muerte dio un giro de
ciento ochenta grados. Lo recuerdo perfectamente. La sensación de embriaguez
que me invadió nada más tocar aquella mano la siento todavía hoy y creo que no
me abandonará mientras muera. Sentí..., cómo explicarlo, sentí prisa, mucha
prisa por hacer y decir cosas a la dueña de aquella mano que con su simple
contacto me había sumido en un estado de ansiedad y frenesí inconcebible hasta
entonces.
Cogidos de la mano, flotamos juntos sobre el crepúsculo
de quella tarde de octubre y sobre la noche, y sobre el amanecer y sobre todo
el día siguientes, y sobre el otro, y el siguiente al otro... Flotamos juntos
por todos los cementerios del mundo, día tras día y noche tras noche, y
apasionadamente, olvidándonos del tiempo y de su alocado fluir.
Toda mi muerte anterior se había perdido, mi
proverbial tranquilidad me parecía ahora ficticia, falsa, ajena. Ahora quería
volar sin descanso, amar sin descanso, morir solamente con ella, por y para
ella, sin descanso... Y eso fue lo que ocurrió.
Hemos pasado treinta y cinco años sin parar. Treinta
y cinco años que han transcurrido sin apenas darnos cuenta. Treinta y cinco
años tan intensos que me han hecho treinta y cinco años más joven...
literalmente.
Cada día, cada instante que he pasado con ella ha
sido un instante nuevo, un día nuevo, un primer día en común, y me he sentido
más y más joven, tanto que esos bastardos asexuados y neutros que se hacen
llamar doctores me aseguran que apenas tengo una semana de muerte, que antes
del jueves habré nacido. No sé qué pensar, qué va a ser de nosotros, de mí, de
ella... pero, por otro lado, qué otra cosa se puede desear, qué más se puede
pedir que vivir de joven por amor.
Cuento publicado en la última actualización de la revista digital El Globo Sonda, el 30 de septiembre de 2015.
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