jueves, 8 de octubre de 2015

Vivir de joven. Cuento


Morí hace setenta años en un pueblecito de la provincia de Cuenca. Fue un miércoles de enero por la noche, en medio de una gran nevada que aisló el pueblo durante más de quince días. Lo aisló todavía más, pues de hecho ya era un pueblo bastante aislado del resto del mundo. Morí naturalmente y aunque, como es lógico, yo no me acuerdo, quienes estuvieron presentes dicen que fue una muerte rápida e indolora; una muerte deseable para cualquiera...
Aun siendo un pueblo pequeño, estaba dotado con los servicios necesarios para hacer de la mía una muerte bien asistida y, gracias a eso, mi paso a la condición de difunto parece que fue satisfactoria en todos los sentidos.
Mis primeros años como finado fueron tranquilos y, dentro de lo que cabe, normales. No tuve grandes tropiezos ni percances reseñables; mi estado de salud postmortem se fue consolidando paulatina e incesantemente, de modo que me establecí como un muerto verdaderamente ejemplar. Lo único que se me podía reprochar era mi condición de muerto tranquilo, excesivamente tranquilo, tanto que las emociones fuertes y las situaciones arriesgadas huían de mí como de la peste, en busca de individuos más activos que yo, cosa que, por otro lado, no resultaba nada difícil de conseguir.
Yo, hay que admitirlo, era un difunto de muerte tranquila, amante de la rutina y de la contemplación. Era, como suele decirse, un solitario (prefiero esta expresión a esa otra que también se me atribuía: aburrido), y prefería los paseos a los juegos, la meditación a las charlas, los atardeceres otoñales al bullicio veraniego... Era un difunto entregado al deleite del lento discurrir de cada minuto.
Así pasé muchos años, media muerte, y así habría pasado la otra media de no haber aparecido ella.
Ella... ¡Ay!, ella.
No hay sentimiento más desconcertante en la muerte que el amor. De todos los sufridos es el único capaz de alterar la personalidad hasta el extremo de hacernos perder el control sobre ella. Es el único sentimiento para el cual es inútil prepararse. Los caminos del amor sí que son inescrutables...


Fue una tarde de octubre. El cementerio estaba alfombrado de retazos rojos, amarillos y marrones, y el mármol de las lápidas resplandecía salpicando esa alfombra con su luz. En el cielo, el gris de las nubes se teñía de malva y destacaba violentamente sobre el fondo añil. Sólo el otoño tiene estas cosas... bueno, la primavera también, pero ya apenas hay primavera.
Ante ese atardecer, yo estaba sentado en un banco del paseo principal, entretenido con el paulatino avance de la noche, cuando una leve brisa procedente de la sección de los mausoleos me hizo girar la cabeza. Entonces la vi. Avanzaba lenta pero continuamente, como el minutero de un reloj; más que andar parecía flotar a ras de suelo, como empujada por la misma brisa que arremolinaba las hojas caídas. Pálida, luminosamente pálida, llegó hasta donde yo estaba y, sin mediar palabra, me tendió su mano. Era una mano de marfil, una suave y fría mano que yo, sin dudar un instante, tomé.
En ese preciso momento mi muerte dio un giro de ciento ochenta grados. Lo recuerdo perfectamente. La sensación de embriaguez que me invadió nada más tocar aquella mano la siento todavía hoy y creo que no me abandonará mientras muera. Sentí..., cómo explicarlo, sentí prisa, mucha prisa por hacer y decir cosas a la dueña de aquella mano que con su simple contacto me había sumido en un estado de ansiedad y frenesí inconcebible hasta entonces.
Cogidos de la mano, flotamos juntos sobre el crepúsculo de quella tarde de octubre y sobre la noche, y sobre el amanecer y sobre todo el día siguientes, y sobre el otro, y el siguiente al otro... Flotamos juntos por todos los cementerios del mundo, día tras día y noche tras noche, y apasionadamente, olvidándonos del tiempo y de su alocado fluir.
Toda mi muerte anterior se había perdido, mi proverbial tranquilidad me parecía ahora ficticia, falsa, ajena. Ahora quería volar sin descanso, amar sin descanso, morir solamente con ella, por y para ella, sin descanso... Y eso fue lo que ocurrió.
Hemos pasado treinta y cinco años sin parar. Treinta y cinco años que han transcurrido sin apenas darnos cuenta. Treinta y cinco años tan intensos que me han hecho treinta y cinco años más joven... literalmente.


Cada día, cada instante que he pasado con ella ha sido un instante nuevo, un día nuevo, un primer día en común, y me he sentido más y más joven, tanto que esos bastardos asexuados y neutros que se hacen llamar doctores me aseguran que apenas tengo una semana de muerte, que antes del jueves habré nacido. No sé qué pensar, qué va a ser de nosotros, de mí, de ella... pero, por otro lado, qué otra cosa se puede desear, qué más se puede pedir que vivir de joven por amor.



Cuento publicado en la última actualización de la revista digital El Globo Sonda, el 30 de septiembre de 2015.


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