El
hombre se pone la toga, se la ajusta frente al espejo y su mirada se va hacia
las fotografías y diplomas que cuelgan de la pared. Su vida se actualiza, su
pasado y su presente se sincronizan. La facultad, la academia, estrechones de manos,
uniforme, poses, condecoraciones, la orla, la toma de posesión, el primer
juicio, la familia... Se reconoce en todos esos momentos y alimenta su
bienestar con la técnica -quizá estrategia- de aplicarse el binomio fantástico
del actor y el personaje. Todos esos momentos son instantáneas de una
representación, de estar jugando un papel, encarnando un personaje,
representando una ficción... Eso es. El hombre togado es un actor inmerso en el
mundo de la ficción. El de juez es el último y decisivo personaje encarnado y
con él circula por el mundo de la ficción deshaciendo entuertos como el
caballero andante que se siente, pero cuerdo, no loco, se dice. Y hoy se ha
topado con unos antagonistas inesperados, un par de tipos que, como él, viven
la ficción, la encarnan en forma de teatro, pero en su versión subversiva,
aprovechando sus títeres para enaltecer el terrorismo, para exhibir su pasión
etarroyihadista, nada menos. Y esas voces que escucha, pero desoye,
susurrándole que no es real, que todo es ficción, no le hacen dudar, él no es
ningún pobre esquizoide, él está seguro, porque su personaje lo está, de lo que
ocurre y su papel es muy real, el más real de todos, el de la Verdad. Él es el
juez, él encarna la Justicia, qué nos hemos creído, él vela por nuestra
seguridad, él mira por nuestro bien y el mundo tiene una deuda impagable con
este personaje, menudo.
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