Sin duda, este verano se ha ganado a pulso la etiqueta de verano caliente. Las altas temperaturas, que
empezaron en junio si no mayo, los incendios forestales, el aumento de
embarcaciones con refugiados y emigrantes (perdón por el joven arcaísmo, pero
el término “migrantes” no termina de convencerme aún), interceptadas en el
Mediterráneo o arribadas a nuestras costas, el atentado de Barcelona, el
maremoto de comentarios en redes y medios a partir de dicho atentado… Sí, sin
duda es un verano caliente, tan caliente que no lo enfriaría ni Ana Obregón con
uno de sus añejos posados. Y cada factor actante en las altas temperaturas
sugiere un serio problema de fondo. Podríamos hablar, en el mismo orden de
arriba, de evidente cambio climático; de intereses urbanísticos o industriales;
de pobreza, guerra, indecencia política o globalización perversa; de la
religión como excusa y coartada, y, por último, del grave problema de
incontinencia verbal, más el gravísimo problema de imbecilidad profunda y
extendida (sin perdón que valga) que desvela la desaforada actividad en las
redes y los medios. Y todos esos problemas de fondo se pueden reunir en dos,
que realmente es uno solo, pero que mantengo en dos por los tiempos, ya veréis:
educación y empatía. Necesitamos como el comer y el leer educación; educación,
esa cosa que nos llenará el depósito personal de cultura, conocimiento, crítica
y empatía, pero que lleva tiempo, esfuerzo y políticos de altura; y necesitamos
empatía, esa otra cosa que nos da el tremendo superpoder de ponernos en el
lugar del otro, la otra, incluso lo otro, para intentar conocer su sentimiento,
su personalidad, su circunstancia, y así perder el miedo y la cobardía,
porque podríamos ser él, ella, incluso ello. Y esto se puede intentar ya, basta
detener la mano y la lengua un instante para pensar y hacerse preguntas… Bueno,
finalmente creo que se trata de esto, de ser capaces de pensar y hacernos
preguntas, en lugar de acomodarnos en las respuestas, las confortables
respuestas.
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