La policía lo encontró el día de Navidad por la tarde, en un local comercial vacío. Estaba sucio, prácticamente desnudo y semiinconsciente, enterrado bajo una montaña de cartones y papeles de regalo, y rodeado de un marasmo de juguetes rotos. Murmuraba sin cesar palabras apenas inteligibles, como una letanía o un bucle oral del que era incapaz de salir.
Cuando se corrió la noticia, varios vecinos trasnochadores y algún vigilante jurado testificaron que lo habían visto a altas horas de la madrugada en diferentes zonas de la ciudad, merodeando entre los chalés sin terminar, los bloques de pisos sin ocupar, las viviendas abandonadas. Se mesaba la barba a golpe de lamento y gemía como un niño. Lo tomaron por un vagabundo loco, pero lo dejaron estar. Al fin y al cabo era Nochebuena.
Entre los despojos del local hallaron también jirones de tela roja y blanca, y el presentimiento se hizo más patente. Aquello no era un disfraz, ni se trataba de un loco, ni balbuceaba palabras inconexas.

Ilustración de Biljana Djurdjevic.
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