Imagen tomada del blog Medina |
Primero cayó el pequeño. Estaba haciendo un castillo con su cubo, su pala y sus moldes, cuando fue engullido por la arena. “¡Sssup!” fue el sonido de su ausencia. Mi hija, su hermana mayor, que estaba tumbada cerca, enchufada a su mp4, lo vio todo y apenas tuvo tiempo de estirar el brazo y agarrarle algunos pelillos de la coronilla. "¡Mira, mamá! -exclamó agitando el mechón en el aire, más divertida que asombrada-, ¡esto es lo que queda del enano!". Y nada más decir eso, también ella se fue hundiendo en la arena hasta, ¡sssup!, desaparecer con una sonrisa en los labios. Mi mujer, su madre, sin mostrar signos de alarma tampoco, se incorporó sobre la toalla, dejó a un lado la revista que estaba leyendo, salió de debajo de la sombrilla y se puso a excavar desganada en el lugar donde habían desaparecido nuestros dos hijos. Murmuraba algo que no llegué a entender, pero que podría imaginar sin esfuerzo: “esto ya pasa de castaño oscuro, qué pesadez, por dios”. Y como dándome la razón, dejó de escarbar, se sentó descuidadamente y suspiró. Entonces, la arena la fue engullendo poco a poco, sin prisa pero sin pausa, hasta que, ¡sssup!, también ella desapareció en la arena.
Yo, espectador privilegiado de la escena, inmóvil hasta ese momento, esbocé una sonrisa cuando vi que también las toallas, la bolsa, los cubos y las palas, la revista y la sombrilla, todo, eran tragados por la arena. Cuando no quedaba el menor rastro de mi familia, solo entonces, agarré una de las varillas y di la vuelta al reloj de arena otra vez. “Ya falta un poco menos para estar juntos, os quiero”, murmuré y volví a mis quehaceres en la oficina, aunque de vez en cuando echaba un vistazo al reloj para observar a mi mujer y mis dos hijos disfrutando de sus vacaciones.
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