Hoy cumple años Gabriel García Márquez, 85, y para celebrarlo se me ha ocurrido recrear este artículo de EL PAÍS (15 de julio de 2001) en el que narra la
accidentada historia de las pruebas de Cien años de soledad, novela que hoy se publica en formato digital y que ha sido vital en mi vida.
-Lo único que falta ahora
-dijo- es que la novela sea mala.
La frase fue la
culminación perfecta de los dieciocho meses que llevábamos batallando juntos
para terminar el libro en que fundaba todas mis esperanzas. Hasta entonces
había publicado cuatro en siete años, por los cuales había percibido muy poco
más que nada. Salvo por La mala hora, que obtuvo el premio de tres mil
dólares en el concurso de la
Esso Colombiana, y me alcanzaron para el nacimiento de
Gonzalo, nuestro segundo hijo, y para comprar nuestro primer automóvil.
Vivíamos en una casa de
clase media en las lomas de San Ángel Inn, propiedad del oficial mayor de la
alcaldía, licenciado Luis Coudurier, que entre otras virtudes tenía la de
ocuparse en persona del alquiler de la casa. Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres,
tuvieron en ella un buen jardín para jugar mientras no fueron a la escuela. Yo había sido
coordinador general de las revistas Sucesos y La familia, donde
cumplí por un buen sueldo el compromiso de no escribir ni una letra en dos
años. Carlos Fuentes y yo habíamos adaptado para el cine El Gallo de Oro,
una historia original de Juan Rulfo que filmó Roberto Gavaldón. También con
Carlos Fuentes había trabajado en la versión final de Pedro Páramo, para
el director Carlos Velo. Había escrito el guión de Tiempo de morir, el
primer largo metraje de Arturo Ripstein, y el de Presagio, con Luis
Alcoriza. En las pocas horas que me sobraban hacía una buena variedad de tareas
ocasionales -textos de publicidad, comerciales de televisión, alguna letra de
canciones- que me daban suficiente para vivir sin prisas pero no para seguir escribiendo
cuentos y novelas.
Sin embargo, desde hacía
tiempo me atormentaba la idea de una novela desmesurada, no sólo distinta de
cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído. Era una
especie de terror sin origen. De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes
y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado
por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir
una vaca que se atravesó en la carretera. Rodrigo dio un grito de felicidad:
-Yo también cuando sea
grande voy a matar vacas en la carretera.
No tuve un minuto de
sosiego en la playa. El
martes, cuando regresamos a México, me senté a la máquina para escribir una
frase inicial que no podía soportar dentro de mí: 'Muchos años después, frente
al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar
aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. Desde
entonces no me interrumpí un solo día, en una especie de sueño demoledor, hasta
la línea final en que a Macondo se lo llevó el carajo.
Artículo completo pinchando aquí.
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