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Había una vez un cuento que contaba el mundo
entero. Ese cuento en realidad no era uno solo, sino muchos más que empezaron a
poblar el mundo con sus historias de niñas desobedientes y lobos seductores, de
zapatillas de cristal y príncipes enamorados, de gatos ingeniosos y soldaditos
de plomo, de gigantes bonachones y fábricas de chocolate.
Lo poblaron de palabras, de inteligencia, de
imágenes, de personajes extraordinarios. Le permitieron reír, asombrarse,
convivir. Lo cargaron de significados. Y desde entonces esos cuentos han
continuado multiplicándose para decirnos mil y una veces “Había una vez un
cuento que contaba el mundo entero…”
Al leer, al contar o al escuchar cuentos estamos
ejercitando la imaginación, como si fuera necesario darle entrenamiento para
mantenerla en forma. Algún día, seguramente sin que lo sepamos, una de esas
historias acudirá a nuestras vidas para ofrecernos soluciones creativas a los
obstáculos que se nos presenten en el camino.
Al leer, al contar o al escuchar cuentos en voz
alta también estamos repitiendo un ritual muy antiguo que ha cumplido un papel
fundamental en la historia de la civilización: hacer comunidad.
Alrededor de esos cuentos se han reunido las
culturas, las épocas y las generaciones para decirnos que somos uno solo los
japoneses, los alemanes y los mexicanos; aquellos que vivieron en el siglo XVII
y nosotros que leemos un cuento en la internet; los abuelos, los padres y los
hijos. Los cuentos nos llenan por igual a los seres humanos, a pesar de
nuestras enormes diferencias, porque todos somos, en el fondo, sus
protagonistas.
Al contrario de los organismos vivos, que nacen, se
reproducen y mueren, los cuentos, que surgen colmados de fertilidad, pueden ser
inmortales. En especial aquellos de tradición popular que se adecúan a las
circunstancias y al contexto del presente en el que son contados o reescritos.
Se trata de cuentos que, al reproducirlos o escucharlos, nos convierten en sus
coautores.
Y había una vez, también, un país lleno de mitos,
cuentos y leyendas que viajaron por siglos, de boca en boca, para exhibir su
idea de la creación, para narrar su historia, para ofrecer su riqueza cultural,
para excitar la curiosidad y llenar de sonrisas los labios.
Era también un país en el que pocos de sus
pobladores tenían acceso a los libros. Pero esa es una historia que ya ha
empezado a cambiar. Hoy los cuentos están llegando cada vez más a rincones
apartados de mi país, México. Y al encontrarse con sus lectores están
cumpliendo con su papel de hacer comunidad, hacer familia y hacer individuos
con mayor posibilidad de ser felices.
Texto de Francisco Hinojosa, cartel de Juan Gedovius.
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