Mi
vecina Felicidad, Feli, entró en casa como un rayo, dejando a su paso un
reguero de lamentos e interjecciones. Después, todo fue monólogo. "Me he
equivocado, he cometido un error espantoso, soy despreciable, una cucaracha, un
gusano, un triste despojo... Me he escondido tras un alias en Internet y he
machacado a un imbécil. ¿Sabes el poder que da un alias en Internet? Sí, claro
que lo sabes, pero me refiero al que utilizas no para protegerte, sino para
atacar con total impunidad, para decir las cosas que nunca te atreverías a
decir abiertamente en público, mucho menos cara a cara, el alias que utilizas
para suprimir todo intento de diálogo razonado, para despreciar al
destinatario, tratar de ridiculizarlo, desviar la atención del asunto tratado
hacia lo personal o lo más conveniente, llenando el foro que sea de perturbación
y ruido. Es como ponerte una máscara desinhibidora, el disfraz perfecto o,
mejor todavía, ser la mujer invisible. Ahora formo parte de ese ejército de
cobardes bocazas que disimula su ignorancia con desplantes, su fanatismo con
prepotencia y sus prejuicios con estereotipos babosos y electrónicos...".
Decidí intervenir y le pregunté por el caso motivo de aquella explosión.
"Eso da igual -contestó-, lo importante es que Internet nos brinda la
ocasión inédita de poder intercambiar opiniones con cualquier persona,
incluidas las que son o deberían ser referentes, y en lugar de eso nos
aferramos a nuestra triste, lamentable y pobre autosuficiencia para llenar de
mierda el panorama, bien por temor individual, bien por sentimiento
proselitista, o bien por vocación de lameculos o soplapollas, con perdón... Y
qué hago ahora, dime, qué puedo hacer. ¿Confieso y desaparezco del mapa?"
"No, Feli -respondí-, nada de culpabilidad seudocristiana. Mantén tu alias
y dignifícalo". Y, ya más tranquila, aceptó una copa de buen vino.
sábado, 19 de octubre de 2013
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