Mi vecina Felicidad, Feli, ha ido cambiando la bandera de su balcón a
medida que sus selecciones favoritas eran eliminadas del mundial de fútbol.
Tras España, han ondeado los colores de Costa Rica, Argelia, Bélgica y
Alemania. Algo chaquetera, Feli, le digo, pero ella replica con la doble
respuesta meticulosamente preparada: es la única manera de no sentirlo ajeno...
y de aguantar los partidos enteros. Ha descubierto, además, lo que más le gusta
de ese deporte: los penaltis. Es el desenlace perfecto, dice. Cómo es eso,
digo. Verás, dice, un deporte tan mal pensado como el fútbol, en el que puedes
ganarlo todo sin ganar nada, en el que puedes perder después de haber sido el
mejor, sobre el que algún experto se atreve a afirmar que en definitiva se gana
por error del rival, jugarse la victoria final a los penaltis es completamente coherente
y, en esencia, lo más correcto y divertido. Uno contra uno, una y otra vez, sin
pausas, sin fingimientos, sin digresiones, hasta el fallo definitivo; ay, si
alguna vez la serie de penaltis se prolongase sine die cómo disfrutaría servidora, imagina Feli toda anhelante.
Me escandalizo por su frivolidad. Con la fauna que anda
suelta por aquí, Feli, con las bostas que nos pringan cada día, digo, cómo
dedicas tanto pensamiento al fútbol, ese oscuro objeto alienta pasiones y
desalienta presiones. Pero ella lo tiene claro: no solo de pan vive el hombre,
lo cortés no quita lo valiente y ayatola, ayatola, no me toques la pirola.
Comprendo, el desahogo es necesario para recargar las pilas, el entretenimiento
no está reñido con el compromiso y... No, lo del ayatola no acabo de verlo, la
verdad. Ella se ríe. Creo que Feli me ha metido un gol de penalti.
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