En 2006 escribí un largo artículo explicando mi postura en relación a la implantación de un canon por préstamo público. La tristemente desaparecida revista Educación y Biblioteca lo publicó en su número 156 y tuvo cierta relevancia (¡incluso fue traducido y publicado en italiano!). Ahora, ocho años después, el asunto vuelve a la palestra y releído el texto creo que mantiene su validez y resume a la perfección mi idea sobre tan lamentable medida.
A
VUELTAS CON EL CANON
Casi tres años han pasado desde que empezaron las movilizaciones contra
la aplicación de la
Directiva 92/100/CE que regula el préstamo público. En todo
este tiempo se han sucedido muchas y variadas manifestaciones de todo tipo, a favor
y en contra, por escrito, desde jornadas, como firmas, tras conferencias, con
fotografías, en cadena… De todas ellas, cabe destacar el admirable trabajo de la Plataforma contra el préstamo de pago en bibliotecas
y la labor que la publicación Educación y
Biblioteca ha llevado a cabo de manera continuada. Ambas son claros
ejemplos de la postura defendida por las bibliotecas públicas.
Del punto de vista de los autores y a favor del canon también se han
producido manifestaciones, sobre todo en el ámbito de las entidades de gestión
de derechos, las asociaciones de autores y en actos sobre la lectura y la
escritura.
A pesar de que siempre se deja claro que nadie va contra nadie, el debate
se ha polarizado en dos corrientes, dos actitudes que, a mi juicio, terminan
por defender posturas contrapuestas y vinculadas a la situación de precariedad
que en nuestro país viven los dos protagonistas de esta historia: los autores y
las bibliotecas. Así, mientras que de un lado está la ya mencionada Plataforma contra el préstamo de pago en
bibliotecas, que defiende el préstamo gratuito y critica el perjuicio que
el canon ocasionaría a las bibliotecas públicas, de otro lado están las
entidades de gestión de derechos, como CEDRO (Centro Español de Derechos
Reprográficos), y las asociaciones de escritores, como la ACE (Asociación Colegial de
Escritores de España), que apuestan por la aplicación de la Directiva como vehículo
para que los escritores cobren derechos de autor por el préstamo de sus obras.
Ahora debo hacer un inciso para mencionar que yo soy bibliotecario y escritor
asociado de las dos entidades mencionadas. Como lo primero, estoy en total
acuerdo con mis compañeras (permitidme que emplee el femenino como término no
marcado); como lo segundo, debería estar en total acuerdo con la postura de los
“entes” y sufrir un serio trauma por el choque de intereses entre ambos egos.
Sin embargo, algo falla. No sufro ningún tipo de conflicto de intereses entre
mi yo bibliotecario y mi yo escritor, en absoluto, del mismo modo que no hay
conflicto entre mi yo escritor, deseoso de vender sus libros, y mi yo lector,
gustoso de comprarlos. Se trata de otra cosa. A ver si soy capaz de explicarlo
como lo pienso.
De ningún modo puedo entender que las diferentes posturas sean contrarias,
tan contrarias que supongan un enfrentamiento aparentemente irreconciliable,
como si defender el canon implicase cargarse las bibliotecas, o como si
atacarlo supusiera despreciar a los autores. Me parece que no es así. Creo que,
en realidad, apuestan por la misma cuestión, pero desde diferentes puntos de
vista. Las entidades piden dinero para sus asociados; las bibliotecas ofrecen a
los autores pago en especie.
Es obvio que tanto bibliotecas públicas como entidades necesitan a los
escritores para ofrecer algo y ambas necesitan a los lectores para recibir algo.
Lo que no me parece tan obvio es que deba incrementarse el reconocimiento de
los derechos de autor con un canon por el préstamo público de sus obras. Me
parece -y hablo como escritor, bibliotecario y lector- que ya está
suficientemente reconocido.
Es sencillo: yo escribo un libro y, por un lado, me asocio a una entidad
para tener cierta asesoría y protección, y por otro, mi libro lo leen aquellas
personas que quieren leerlo. Yo recibo un dinero -escaso, siempre escaso-
derivado de la compra de mi libro y de las copias que puedan haberse hecho de
él, y además mi libro entra formar parte del fondo de la biblioteca municipal
de mi pueblo para, así, quedar a disposición de cualquiera que lo desee o
necesite, durante todo el tiempo que el trato y la encuadernación aguanten.
Pero resulta que la biblioteca de mi pueblo tiene un club de lectura en el cual
deciden leer mi libro. Para ello, la bibliotecaria, titulada en Biblioteconomía
aunque contratada como auxiliar administrativo, compra diez ejemplares, uno por
miembro del club, que cataloga, clasifica y estudia antes de darlo a los
interesados. En la reunión del club se comentará el libro, se leerán algunos
párrafos, se elaborará, quizá, un pequeño dossier con información sobre el
autor y su obra, algún participante regalará el libro a su prima, porque le ha
gustado mucho, y alguna otra se lo recomendará a su amigo, incluso, si hay
suerte, es posible que puedan contar con la presencia del autor, porque no es
nada caro y, a veces, acude incluso gratis a este tipo de actividades…
Es uno de los muchos casos que pueden darse en cualquiera de las
bibliotecas públicas del país. Es también evidente que alrededor del libro y el
autor se han generado una serie de acciones y reacciones que reportan varios y
jugosos beneficios. Enumero algunas:
- Se han comprado libros.
- Se han leído libros,Se han conocido datos sobre el autor y su obra.
- Se ha difundido al autor y su obra.
- Se ha empleado tiempo y trabajo (es decir, dinero) en la preparación de una actividad.
- Se ha contribuido a que se puedan realizar más actividades.
- Se ha demostrado al político de turno, una vez más, que en la biblioteca se hace algo más que dar tarjetitas a los usuarios y poner un sello en los libros.
- Se ha realizado un trabajo basado en la vocación, la voluntad y la buena intención de una profesional infravalorada.Se ha reconocido el trabajo de un artista.
- Diez personas (once si contamos a la bibliotecaria) se han convertido en artistas durante varias horas de lectura.
Como bibliotecario, me parece incuestionable la satisfacción por la
actividad realizada; como lector, me enorgullezco de tener acceso a este tipo
de posibilidades culturales sin tener que pagar por ellas; como escritor, me
considero sobradamente pagado, no ya por ser el elegido para protagonizar una
sesión del club de lectura, sino por tener mi obra en el lugar donde ocurren
esas cosas. Pienso: “¡Cielos!, ¡si resulta que la biblioteca de mi pueblo no es
un simple depósito de libros!, ¡si es un centro vivo y coleante donde los
libros coexisten sin prisa pero sin pausa! ¡Ahí quiero ver colocados a los
míos!”
Cuando las entidades hacen referencia al derecho de autor, lo hacen
exclusivamente en el sentido económico. Así lo aplican también los diferentes
países donde el canon por el préstamo lleva implantado muchos años[1],
países que, como sabemos, tienen unos índices de lectura y de inversión
bibliotecaria muy superiores a los españoles. Esto último se ha convertido en
el argumento más popular para solicitar al menos la moratoria de la aplicación
de la Directiva
europea en nuestro país. Qué menos -habla el bibliotecario-, si pretendemos
acercarnos a unos índices mínimamente dignos. Quienes trabajamos en bibliotecas
públicas, y más concretamente en las municipales, sabemos, vivimos en carne
propia, la situación en que están. Ese conocimiento nos hace saber también -ni
siquiera sospechar, porque es evidente- que el canon supondrá una excusa
perfecta para disminuir la adquisición de fondos y, algo más sangrante aún,
retrasar sine die la mejora de
infraestructuras y de las condiciones laborales del personal bibliotecario. No
ha hecho falta el canon para comprobar esto último en las bibliotecas
municipales de la Comunidad
de Madrid, donde una combinación de intereses políticos partidistas con la connivencia
institucional ha impedido el desarrollo de los convenios acordados en las
segundas jornadas bibliotecarias, celebradas allá por el año 2000 en el Círculo
de Bellas Artes de Madrid, referentes a cualificación y homologación del
personal bibliotecario.
Pero no es excusa -habla el escritor-, la situación bibliotecaria
española no tiene nada que ver con la esencia del problema. Esencialmente, es
obvio que el trabajo del autor, como cualquier otro, debe ser pagado digna y
rigurosamente, porque sí, está tan mal reconocido como escasamente remunerado y
necesita aumentar ambos aspectos para elevar el nivel de dignidad tanto
personal como social. Pero, también esencialmente, el autor debe recibir
contraprestaciones distintas de las económicas, precisamente porque su labor no
es la de un trabajador cualquiera, sino de la un creador, un artista cuya labor
se considera fundamental para el desarrollo cultural de, al menos, su sociedad.
Obviamente, esto justifica que se deban proteger celosamente sus derechos, pero
sin olvidar que en esa protección participan factores no monetarios, factores
“en especie” podríamos llamarlos, que abarcarían aspectos tales como, por poner
otro ejemplo, mantener sus obras presentes en las librerías durante un tiempo
digno.
¿Que los autores debemos cobrar por la lectura de nuestros libros?, claro
-sigue hablando el escritor-, y mucho más de lo que cobramos, y mucho más de lo
que cobran otros artistas, seguramente, aunque sólo sea por mantener la distancia
cultural que separa a un tal Cervantes de aquella Charanga del Tío Honorio. Pero
si hay un dinero que puede dejar de cobrarse es precisamente el derivado de la
lectura de nuestros libros, o más exactamente, el derivado de la lectura promocionada de nuestros libros. ¿Es contradictorio?
No lo creo. Prestar un libro, personal o institucionalmente, no me parece
atentar contra ningún derecho de los autores, al menos no aquí y ahora; es,
repito, promocionar ese libro, divulgarlo y mantenerlo a la vista, en un tiempo
y un espacio que a las mesas de novedades y superventas les parecerán
dimensiones desconocidas, es mantenerlo vivo y accesible al margen de las
exigencias mercantiles, es valorar y reconocer el trabajo de un artista como en
pocos lugares se reconoce y valora.
En el número 43 del Boletín Informativo de CEDRO, apareció un artículo
del escritor Javier Marín Ceballos bajo el desafortunado título de “Guerra
civil del libro”[2], en el que, entre otras
cosas, atribuía a las bibliotecas públicas la disparatada intención de “evitar
por todos los medios que los autores puedan obtener algún tipo de ingreso por
el préstamo de sus obras”. La afirmación me sugirió algunas cuestiones que
expuse en un correo electrónico remitido al citado boletín y que hoy, dos años
después, me siguen pareciendo evidentes. Como dije entonces, a las bibliotecas
públicas les importa un pimiento que el autor cobre o deje de cobrar. Me
explico. No es asunto suyo, de las bibliotecas, ya que las bibliotecas
simplemente defienden el préstamo gratuito, les mueve la idea de gratuidad,
esencial, inherente a la idea misma de biblioteca pública. No tienen por qué
preocuparse del autor en ese sentido, del mismo modo que no les importa el
porcentaje que el autor recibe por cada libro vendido o si recibe anticipos o
si tiene bonificaciones por reediciones. Lo que les importa a las bibliotecas
públicas es que no les graven a ellas con un gasto que va en contra de su
propia esencia y que lastrará más todavía su precaria situación,
independientemente de quién se haga cargo del pago, porque sabemos que estatal,
autonómica o localmente, los presupuestos bibliotecarios crecerán a trancas y
barrancas y seguiremos sin tener una política bibliotecaria articulada entre
las instituciones que enmarque definitivamente a trabajadores, infraestructuras
y fondos. Lo que las bibliotecas intentan es poder seguir facilitando la
lectura a todo el mundo, sin tener que depender del dinero que se tenga; lo que
intentan es poder seguir siendo centros de democratización cultural, al margen
de las leyes y las prisas mercantiles.
Las bibliotecas no pretenden que los autores no cobren, quieren crecer,
mejorar sus recursos y servicios, quieren trabajar en condiciones, seguir
siendo centros de acceso a la información y a la cultura, no simples depósitos
de libros ni, mucho menos, mostrencas salas de estudio. Las bibliotecas compran
los libros, organizan actividades con los libros, exponen los libros, guardan
los libros, repiten los libros, reponen los libros, viven de y por los libros...
¿Los autores? Los autores hacemos lo que debemos hacer, escribir, implorar a
las editoriales, vivir de otra cosa y apoyar a las bibliotecas públicas. Creo
que hay otros frentes donde luchar por el aumento de ingresos.
Así lo pienso y creo que los más de cuatrocientos escritores que firmaron
el manifiesto en contra del canon también opinarán algo por el estilo. No tengo
nada clara, en cambio, la opinión de los otros miles de escritores al respecto.
Aparte de alguna declaración aislada sobre la dignificación del oficio de
escritor y la eterna pelea por recibir más y mejor pago por su trabajo, no he
sabido de ningún documento que apueste por la inaplazable aplicación de la Directiva , como hicieron
en su día muchos escritores franceses. Quizá los propios escritores sean
víctimas del políticamentecorrectismo
reinante y prefieran “dejar hacer y dejar pasar” para no tener que incomodar(se)
a nadie.
Por último, a las entidades tampoco se les ha ocurrido hacer una consulta
entre todos sus asociados sobre este asunto, cosa que debería haberse producido
inmediatamente después de conocerse la notificación de la Comisión Europea ;
claro que, posiblemente, desde las entidades hayan supuesto que la inmensa
mayoría de sus asociados están a favor de la Directiva.
Desde mi posición de bibliotecario y escritor (de parca y trabajosa
bibliografía, bien es cierto), he considerado necesario manifestar públicamente
mi opinión personal sobre este tema y no estaría nada mal que otros autores más
influyentes, prestigiosos y laureados expresasen sus ideas al respecto.
En cualquier caso, seguiremos apostando por un préstamo libre de
impuestos, hasta que la situación bibliotecaria española sea como merecemos y
más allá.
Carlos Lapeña Morón
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