Mi primer contacto con la literatura oral en la plaza de Xemáa el Fna de
Marraquech me condujo a una reflexión sobre la especifidad de la escrita a
partir de las diferencias existentes entre ambas: mientras en la comunicación
oral, el locutor puede referirse en todo momento al contexto, eso es, a una
situación concreta y precisa, común a todos los auditores y espectadores de la halca, en el campo de la literatura
escrita, el autor y el lector no tienen nada en común, salvo el texto compuesto
por el primero y el dato de pertenecer (por nacimiento o por aprendizaje) a una
misma comunidad lingüística. El hecho de que al leer, por ejemplo, una novela,
la comunicación no se establezca entre un locutor y un auditor con idéntica o
aproximada experiencia del mundo (como en el caso de la literatura oral), sino
entre un narrador y un lector,ocasiona que el primero no pueda verificar si el
segundo posee en el momento de la lectura el conocimiento del contexto que da
por supuesto el texto narrativo. Ello explica que el lector alejado del texto
en el tiempo y/o en el espacio requiera un intermediario que recree las
situaciones contextuales para suplir precisamente la ausencia de situación.
En la halca nada de eso es
necesario. El cuentista se dirige directamente al corro de espectadores y
cuenta con su complicidad. El texto que recita o improvisa funciona como una
partitura y concede al intérprete un amplio margen de libertad. Los cambios de
voz y de ritmo de declamación, de expresiones del rostro y de movimientos
corporales desempeñan un papel primordial. Una obra en apariencia sacra puede
ser parodiada y rebajada a un nivel escatológico. En los cuentos infantiles y
gestas caballerescas, el amplio uso de números cinegéticos y paralingüísticos
subraya la magia, fuerza o dramatismo de los episodios narrados.
Juan Goytisolo: “Las mil y una noches en Xemáa el Fna”, en El Correo de la UNESCO (2000)
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