Mi vecina Felicidad, Feli, me espetó en cuanto abrí la puerta: “estoy
crepuscular”. Le pedí explicaciones, para aclarar si debía entenderlo como
sinónimo de otoñal, en referencia a la estación que atravesamos y a la edad, y
ella lo aclaró enseguida: “estoy crepuscular como el viejo sol sobre el
horizonte tras un duro día de trabajo”. La cosa parecía grave, así que la
invité a pasar al comedor, hice café, saqué la botella de orujo, miré el reloj
—las cuatro de la tarde— y durante los segundos en que estuvimos callados, eché
un vistazo —visual y mental— a mi entorno, al libro a medio leer, al poema a
medio escribir, al trombón a medio tocar, a la cocina a medio fregar...
Entonces lo entendí. “Creo que yo, Feli, también me siento así”, le dije. Y nos
pusimos a hablar de la vida como si la vida fuese un largo día cuyo atardecer
nos pillaba del lado del sol poniente y no del lado del observador. Hablamos de
las cosas hechas y por hacer, pero, sobre todo, de las cosas mal hechas o, al
menos, no bien hechas, por incapacidad, dejadez u olvido, como cocinar con
pereza, escribir sin disciplina, leer poco y despacio, interpretar música
rompiendo literalmente el silencio, no frecuentar a los amigos, ese viaje
aplazado, el idioma medio aprendido, aquella información por investigar, esta
afición poco explotada, algunas palabras no dichas, decisiones aplazadas...
Cosas que a nuestra edad son, no están; cosas que llegaron como de visita y se
instalaron definitivamente. “Cosas que somos, Feli, pero sin mayor problema,
porque al fin y al cabo lo que importa es que estén aquí, adjetivos aparte, ¿no
te parece?”. Cuando quisimos darnos cuenta se había hecho de noche, pero
seguíamos vivos, cosa que no podía decir el orujo. “Crepuscular también es el
amanecer, sí”, reflexionó Feli.
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