En cuanto se enteró, acudió raudo y veloz. En la biblioteca estaban haciendo expurgo. Regalaban los libros en desuso, anticuados, viejos como él.
Corría tanto que tenía que detenerse en cada esquina para recuperar el resuello.
“Solo uno” decía el cartel. Suficiente. Rebuscó entre aquellos libros que parecían decir “¡A mí! ¡A mí! ¡Elígeme a mí!”, hasta que lo encontró.
Volvió con él a la residencia.
Tan deprisa iba que tuvo que parar varias veces para tomar aliento.
Entró en una sala llena de sillones ocupados por personas que al oír la puerta giraban la cabeza y miraban como diciendo “¡A mí! ¡A mí! ¡Elígeme a mí!”.
Al fondo estaba ella.
Él, desde la puerta, levantó victorioso el libro.
Se sentaron juntos, lo abrieron como quien destapa el cofre del tesoro y comenzaron a buscar esas franjas en blanco que quedan entre la última línea de algunas páginas y el capítulo siguiente. Allí estaban, aquellos garabatos apenas legibles en las páginas amarillentas, las declaraciones de amor escritas a lápiz hacía tanto, que ahora les sirvieron a los tres (personas y libro) a borrarse mutuamente la condición de expurgados y librarse, por el momento, del olvido.
Un cuento sin título de Pablo Albo, en 101 pulgas (Palabras del Candil, 2011)
Corría tanto que tenía que detenerse en cada esquina para recuperar el resuello.
“Solo uno” decía el cartel. Suficiente. Rebuscó entre aquellos libros que parecían decir “¡A mí! ¡A mí! ¡Elígeme a mí!”, hasta que lo encontró.
Volvió con él a la residencia.
Tan deprisa iba que tuvo que parar varias veces para tomar aliento.
Entró en una sala llena de sillones ocupados por personas que al oír la puerta giraban la cabeza y miraban como diciendo “¡A mí! ¡A mí! ¡Elígeme a mí!”.
Al fondo estaba ella.
Él, desde la puerta, levantó victorioso el libro.
Se sentaron juntos, lo abrieron como quien destapa el cofre del tesoro y comenzaron a buscar esas franjas en blanco que quedan entre la última línea de algunas páginas y el capítulo siguiente. Allí estaban, aquellos garabatos apenas legibles en las páginas amarillentas, las declaraciones de amor escritas a lápiz hacía tanto, que ahora les sirvieron a los tres (personas y libro) a borrarse mutuamente la condición de expurgados y librarse, por el momento, del olvido.
Un cuento sin título de Pablo Albo, en 101 pulgas (Palabras del Candil, 2011)
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