martes, 2 de julio de 2013

Unos versos escritos a mano


Una mañana, cuando se dirigió a la sección de poesía, como acostumbraba a hacer después de tomar el café, reparó en algo que le llamó la atención. Allí, sobresaliendo encajada entre dos libros, había una pequeña cartulina de color azul que destacaba de un modo llamativo. La cogió, intrigada. Era una tarjeta alargada que tenía por una de sus caras unos pocos versos escritos a mano:

Tu cuerpo puede
llenar mi vida,
como puede tu risa
volar el muro opaco
de la tristeza.

Una sola palabra tuya quiebra
la ciega soledad en mil pedazos.

La lectura de aquellos versos la dejó paralizada por la emoción; pocas veces se había encontrado con una carga tan intensa en unas pocas palabras, una carga concentrada en ellas como dicen que está la materia en el núcleo de algunas estrellas. Los releyó una y otra vez, conmovida, mientras miraba a un lado y a otro para comprobar si alguien se había dado cuenta de su azoramiento. Pero nadie parecía fijarse en ella, ni en la tarjeta que sostenía temblorosa entre sus manos.
Cuando le dio la vuelta, comprobó que en la otra cara aparecían escritos el título de un libro y el nombre de su autor.


Agustín Fernández Paz: Un radiante silencio (Anaya, 2005)



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