sábado, 18 de noviembre de 2017

¡Ah, político!


Podemos vivir plenamente siendo ajenos a un montón de cosas: a Dios, al arte, a la lectura, al tabaco, a la vida de mi vecino, a la bebida, al colapso del planeta, a la moral, a la justicia... Independientemente de las consecuencias, de nuestro esfuerzo o de vete tú a saber qué otras circunstancias. Pero no es posible vivir siendo ajenos a la política, no es posible, ni siquiera declarándonos antisistema o yéndonos al último rincón del planeta, porque aunque ignoremos la política, ella no nos ignora y un día el suelo del último rincón del planeta queda recalificado o desafectado y se transforma en un hotel de lujo del que somos expulsados bíblicamente y devueltos al resto del mundo, donde... y vuelta la borrica al trigo. No, la política somos todos, sin remedio, y nuestra vida no puede sustraerse a ella. Nuestro trabajo y nuestro salario, nuestros impuestos y los servicios, nuestra boda, el parto, el pan, las aficiones, las convicciones, la muerte..., todo es semilla y fruto de la política y, por si esto fuera poco, todo es material fungible de su temible encarnación: los políticos. Decir que somos apolíticos es tan absurdo e infantil como cerrar los ojos y creer que al no ver no somos vistos. Bueno, en realidad, decirlo no es más que la expresión de un deseo, lo infantil es creerlo, porque nuestras acciones, nuestras palabras y nuestras omisiones incluso, son actos, palabras y omisiones políticos, hacemos política sin querer, somos seres políticos. Y por esto resulta tan triste y doloroso comprobar que la encarnación de esa realidad fieramente humana, los políticos, resulte con excesiva frecuencia tan despreciable, tan perversa, tan bastarda, tan corrupta, tan ciega, tan sorda, tan sucia, tan ridícula, tan... apolítica. El motivo quizá sea precisamente esa naturaleza ineludible, que acaba haciéndola insensible para la mayoría y objeto de deseo para tipos avispados de varia ralea. Sí, creo que lo pronunciamos mal, no decimos apolítico, sino “¡ah, político!.



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