Y al fin llegó el día. El día del fin
del mundo. Al menos para Dani, que a sus ocho años vio cómo el universo dejaba
de expandirse, se detenía un instante –un instante cósmico, bien es cierto– y
comenzaba a retraerse, primero lentamente, a velocidad supersónicolumínica
después, con intención, sin duda, de volver al principio, a la explosión
primigenia, y a la nada absoluta... Terror de ocho años sin paliativos.
Y todo
por un castigo, maldita sea.
“Te has quedado sin consola, sin tablet e incluso
sin tele, hasta mañana. A ver si así aprendes”, había sentenciado su madre.
Y
enseguida el desierto en derredor, la muerte amenazante, el vértigo
incontrolable del tiempo vacío, tiempo muerto, tiempo antitiempo, sin máquinas,
sin imágenes ni sonidos, sin botones ni pantallas ni navegación ni estímulos. Hasta mañana.
El terrorífico abismo del
aburrimiento se abrió ante él y su insondable
profundidad se hundía hasta mañana. Entonces, tirado sobre las baldosas de su
habitación, llorando y maldiciendo con maldiciones y lágrimas de ocho años, las
fauces del aburrimiento lo engulleron de un único y certero bocado, lo tragaron
sin masticar y Dani se vio flotando en su estómago, que de pronto era el mar
pero también el espacio, donde nadaba y navegaba sin límites, de galaxia en
galaxia, como cometa ahora, o como sol ahora, ahora como misil
hipermegasuperdestructivo, hacia el confín y el origen, y la explosión total...
Hasta mañana... Hasta un mañana inexistente, porque el
universo ya no existiría mañana. Él, Dani, ya no estaría, no sería. Nada.
Vacío. Enorme interrogación. Y la necesidad de dibujarlo todo y escribirlo y
jugarlo, fabricarlo, incluso, con su juego de piezas, sus canicas y sus
figuras.
Y el fin del mundo llegó a su fin...; quiero decir, llegó por fin,
para empezar de nuevo, porque el aburrimiento lo hizo posible. Al menos para
Dani.
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