En
primero de carrera, Filología, elegíamos delegado. Uno de los candidatos
recogió el testigo de la inutilidad que la figura del delegado suponía y
anunció como principal -y creo recordar único- punto de su programa: “votadme y
mañana dimitiré”. Todo en señal de protesta por la función puramente ornamental
del delegado. Y votamos. Y salió elegido. Y no solo no dimitió al día
siguiente, sino que lo tuvimos como delegado curso tras curso, hasta quinto. No
conseguimos grandes cosas durante la carrera, pero él se hizo bastante popular
entre el alumnado y también entre el profesorado. Él era un animal político,
sin duda; nosotros, crédulos, maleables y apáticos.
He recuperado este recuerdo
tras las elecciones andaluzas. La postura de Vox en ellas me recuerda a la de
aquel candidato. Por un lado, participa
en las elecciones a una administración, al autonómica, que asegura suprimirá si
tiene la ocasión. Por otro, presenta un programa de aspiración nacional, sin
propuestas concretas, específicas, aplicables a la vida concreta y específica
de los ciudadanos de una comunidad, que sirve por igual para Cádiz que para
Girona, es un decir.
Como la del candidato universitario, la de Vox me parece
una postura oportunista que alimenta de manera simple ideas esquemáticas, en un
momento propicio para lo emocional. Su mensaje ha conseguido unir a personas desencantadas
con el PP, con personas hartas y temerosas, con personas nostálgicas del “una,
grande y libre”, en un voto por oposición, en su mayoría. Oposición a los
partidos que no han sabido solucionar problemas importantes para la vida y la
convivencia. Oposición al vecino, discrepante o diferente. Oposición a la
reflexión y el análisis, que generan incomodidad e interrogantes.
Así que no,
no creo que los 400.000 votantes andaluces sean fachas, pero compartir cartel
con quienes lanzan vivas a Cristo Rey o cantan El novio de la muerte, a
mí me produciría ardor.
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